Vuelta a
Montevideo. Ya habíamos planificado volver el martes, yo todavía tenía un poco
de ganas de quedarme. Nos levantamos temprano, y empezamos a preparar los
bolsos, las valijas, toda la parafernalia que llevamos a pasear a la zona Este.
De pronto, tuve urgencia de volver a Montevideo, no soporté más el pasto, los
mosquitos, los jejenes, los tábanos, las arañas, las avispas, las
chicharras ni los insectos en general.
No soporté el piar interminable y apabullante de los pájaros, los gritos
afónicos de los chajás, el silbar monótono de un pájaro inidentificable –creo
que era un ruido que emiten los búhos. Las ranas me caen simpáticas y no me
inspiran terror. Los bichos peludos, esas malditas orugas picadoras me
parecieron monstruos repugnantes y agresivos, tanto que no dudé en asesinar a
uno que me había picado ahogándolo en alcohol rectificado y luego lo sumergí en
vaselina líquida –me dijeron que eso produce un antídoto para futuras
picaduras. También odié los rosales y las zarzamoras por las espinas que me
arañaron un montón de veces, y las odio a pesar de que vuelvo a Montevideo con
5 frascos de mermelada de moras. Me prometo
a mí misma pasar con la pastera por encima de las zarzamoras y arrasarlas, y
exterminar los rosales la próxima vez que vaya. Me cariño hacia las anacahuitas
sigue incólume. También hacia el césped brasilero –el axonopus, siempre tan
suave y fresco. Tengo buenos sentimientos hacia la higuera y los naranjos y los
limoneros y los frutales en general, aunque algunos tengan espinas. Tienen
pocas espinas.
Llamé a
Rulfo, para saber cómo iba el montaje, cómo había quedado todo. Me dijo que
bien, le pregunté por mi obra. Bien, pero me pareció un poco chica. ¿Chica,
tres metros? Uy, le erraron al hacer la impresión. Caos. Ya era muy tarde para
intentar encontrar una solución, todo iba a estar cerrado. Mañana.
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