viernes, 13 de febrero de 2015

10 de febrero de 2015, martes.



Vuelta a Montevideo. Ya habíamos planificado volver el martes, yo todavía tenía un poco de ganas de quedarme. Nos levantamos temprano, y empezamos a preparar los bolsos, las valijas, toda la parafernalia que llevamos a pasear a la zona Este. De pronto, tuve urgencia de volver a Montevideo, no soporté más el pasto, los mosquitos, los jejenes, los tábanos, las arañas, las avispas, las chicharras  ni los insectos en general. No soporté el piar interminable y apabullante de los pájaros, los gritos afónicos de los chajás, el silbar monótono de un pájaro inidentificable –creo que era un ruido que emiten los búhos. Las ranas me caen simpáticas y no me inspiran terror. Los bichos peludos, esas malditas orugas picadoras me parecieron monstruos repugnantes y agresivos, tanto que no dudé en asesinar a uno que me había picado ahogándolo en alcohol rectificado y luego lo sumergí en vaselina líquida –me dijeron que eso produce un antídoto para futuras picaduras. También odié los rosales y las zarzamoras por las espinas que me arañaron un montón de veces, y las odio a pesar de que vuelvo a Montevideo con 5 frascos de mermelada de moras.  Me prometo a mí misma pasar con la pastera por encima de las zarzamoras y arrasarlas, y exterminar los rosales la próxima vez que vaya. Me cariño hacia las anacahuitas sigue incólume. También hacia el césped brasilero –el axonopus, siempre tan suave y fresco. Tengo buenos sentimientos hacia la higuera y los naranjos y los limoneros y los frutales en general, aunque algunos tengan espinas. Tienen pocas espinas.
Llamé a Rulfo, para saber cómo iba el montaje, cómo había quedado todo. Me dijo que bien, le pregunté por mi obra. Bien, pero me pareció un poco chica. ¿Chica, tres metros? Uy, le erraron al hacer la impresión. Caos. Ya era muy tarde para intentar encontrar una solución, todo iba a estar cerrado. Mañana.







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